No había avanzado mucho el año 2014 cuando recibí una llamada citándome a una comida urgente en la Asamblea de Madrid. Por aquel entonces tenía mi centro de trabajo en la capital de España y ejercía mi labor profesional en el ámbito de la Tecnología en el sector privado, como la práctica totalidad de los casi 20 años que llevo cotizados.
En el comedor que posteriormente sirvió de escenario para otras reuniones de estrategia, me comentaron las intenciones de un por aquel entonces desconocido para mí Pedro Sánchez, un socialista que ocupaba de forma rasa un escaño en el Congreso de los Diputados. Esa misma tarde, tras aceptar sin vacilación liderar el área tecnológica de su inminente campaña a pesar del alto nivel de implicación que ya requería mi trabajo, conocí al candidato en un hotel vecino de la Cámara Baja.
Desde el principio, y reconociendo que era un perfecto desconocido, entendí que era el comienzo de una carrera de fondo de la mano de una persona con la que mimetizaba de forma clara en edad, en ideología, en gustos y, sobre todo, en vivencias. Ambos nos habíamos criado en Madrid, compartimos lugares de ocio, aficiones deportivas, centro universitario, sentimiento europeo y, por supuesto, pensamiento moderno con muchas ganas de cambiar las cosas de abajo a arriba. Además, y ya de forma anecdótica, ambos estábamos estrechamente ligados a mi pueblo, a Pozuelo de Alarcón.
A partir de ahí, y robando horas a mi familia, compaginé un exigente trabajo en una de las mejores empresas en las que se puede trabajar con la gestión de redes, webs, blogs y demás elementos de la candidatura de Pedro Sánchez, lo que, además de dejarme en vela infinidad de noches interminables de trabajo, me permitió conocerle como persona, como político, como padre y, finalmente, como amigo. Conocí una gran persona, comprometida, coherente, familiar, sin aristas y ambiciosa. Sí, ambiciosa, una enorme cualidad cuando se focaliza para tratar de implicarse en mejorar la vida de las personas, en dotar al entorno de una sensibilidad social e igualitaria y en poner a disposición de su país sus conocimientos y dotes de gestión para situarnos en la mejor de las posiciones de competitividad.
Desde entonces muchas cosas han pasado, y no es cuestión de repetir aquí el calvario que han supuesto los poco más de dos años en los que ha ocupado el despacho de la cuarta planta de Ferraz 70, en Madrid. La realidad es que hoy nos encontramos otra vez en el mismo punto que en aquella intensa primavera de 2014, un punto que nos sitúa ante unas nuevas primaverales primarias en el seno del PSOE para elegir a nuestro Secretario General.
Admitiendo mi ignorancia política, o más concretamente de partido, he vivido con asombro este segundo proceso en el que tengo la suerte de participar directamente. En los comienzos, que podríamos fechar en octubre del año pasado, tuve la sensación de que no había mar para acoger a todos los que saltaban del proyecto, rompían amarras, fijaban su miraba en el sillón y se desentendían de su pasado sin que se les moviera un solo palo del sombrajo. Ahora tengo la certera sensación de que no habrá barco para acoger a todos los que brincaron sin miramientos del navío que pilotaba por el que por aquel entonces tildaban de amigo.
Es complicado entender la lógica de partido desde fuera, aunque se sospecha. Más enrevesado es discenir desde dentro el engranaje del razonamiento que mueve algunas voluntades, aunque lo sospecho.
La lealtad es sinónimo de honradez, franqueza, nobleza y fidelidad. Me congratula situarme fuera de la lógica de partido y dentro de la lógica de las personas, con la libertad que me permite la independencia ideológica, profesional e incluso económica, lo que sin duda me ha permitido seguir siendo yo, y apoyar, como hasta ahora, a mi amigo Pedro Sánchez Pérez-Castejón.

Con Pedro en las fiestas del Coso Blanco de Castro Urdiales (Cantabria) en verano de 2014