Las palabras que titulan este post, de uso común en las letras periodísticas españolas, se suelen utilizar para referirse única y exclusivamente a la tremenda afición que los políticos de España tienen a mantenerse en su cómodo sillón, butaca que pudo ser otorgada por los ciudadanos con su voto, bien adquirida gracias a unos méritos de dudosa practicidad, o, en el mejor y más raro de los casos, fue alcanzada al ser señalados después de una basta y fructífera carrera en el área que ahora dirigirán de forma pública. Compartiendo absolutamente mi rechazo a quiénes han hecho de la política una profesión -saltando de puesto en puesto con independencia de la temática- y repudiando a aquellos que se mantienen en su despacho a sabiendas que están lastrando a quienes dicen representar -paralizando cualquier posibilidad de futuro a costa de mantener su puesto-, no es mi intención dedicar este texto a lo obvio, es más, intentaré centrarme en aquellos que por su posición egoísta, inmovilista y cobarde, también se aferran a su poltrona, y están sumergiendo cualquier posibilidad de evolución para las generaciones que ahora empiezan a preocuparse por su futuro.
Los periodistas, y más concretamente la alta dirección periodística, lleva años, o mejor dicho, décadas, ocupada por las mismas personas en los mismos puestos, sin que haya la más mínima posibilidad de evolución, renovación o circulación de aire fresco por su despachos. Es, sin duda, una estrategia de unos pocos privilegiados que anteponen afianzar su posición a la calidad, a la veracidad y, por supuesto, a la independencia que tantas veces se atreven a defender sin que se les mueva un solo palo del sombrajo. Una situación complicada, y muchas veces extrema, para los que cariñosamente se conocen como ‘juntaletras’, que finalmente deben ejecutar lo que hace tiempo se entendía como periodismo y ahora es supervivencia, como se ha visto recientemente en las denuncias de los que perdieron su trabajo tras el cierre de Canal 9.
Sin embargo, si seguimos el rastro de estos titulados y la fuente de su titulación, no tardaremos en darnos cuenta que los polvos que provocaron estos lodos también están protagonizados por auténticos expertos en amarrarse al asiento, despreciando, una vez más, el desarrollo del resto de los mortales. La universidad, en sus inicios un espacio unido a la sociedad, ahora se ha desmarcado de ella, permitiendo que de sus aulas salgan muchos profesionales que no encontrarán acomodo, por la negativa de los claustros a evolucionar y a adaptarse a los tiempos. El mundo ha cambiado, la universidad no. Los responsables de su adaptación al medio, es decir, de culturizarse, verían peligrar sus cátedras, e incluso podrían verse obligados a no reutilizar sus amarillentos apuntes que dictan de forma monótona año tras año. Mientras tanto, nuestros hijos no tendrán la oferta acorde con la demanda de un mundo globalizado que exige otro tipo de educación. Una vergüenza que tendremos que seguir soportando, y de la que ya hablé en este mismo blog en el año 2008 ‘Universidad o colegio‘, o en 2010 ‘INMOVILISMO: El arte de criticar y no aportar (e incluso copiar)‘.
Lamentablemente, los gremios anteriormente mencionados no son los únicos profesionales en asirse al asiento, son solo un ejemplo. Son muchos los que, directa o indirectamente, están manejando a su antojo dinero público, que, en lugar de utilizar ese capital con el lógico fin social que requiere lo dispuesto por la comunidad, lo utilizan en beneficio propio, con el agravante de su claro uso para frenar la natural evolución de la sociedad, en el que todos nos vemos perjudicados seriamente en el presente y en el futuro, y uno solo se beneficia manteniento su fétido trono de por vida.